No se requiere de grandes bolsas de dinero ni de una posición política para apoyar la transformación social. Hay personas que desde la sociedad civil y casi en el anonimato han ofrecido sus talentos, capacidades y aportaciones materiales a los demás Un ejemplo de alguien que apoyó procesos de participación social desde el ángulo de la enseñanza del arte lo fue María Yolanda Rodríguez García. No obtuvo fama, ni le interesó adquirir puestos oficiales porque se tenía así misma. Jamás aspiró a homenajes ni reconocimientos, hizo lo que creyó le correspondía y eso le permitió ser una verdadera agente de cambio.
Yolanda fue una persona transparente en su pensar, y se distinguió por tener un entusiasmo a toda prueba y una maravillosa manera de comunicarse. Se reía con fuerza como se ríen los infantes y había en ella una inocencia que te hacía recordarlos. Cuando deseaba algo, lo lograba, y si había que participar en jornadas de trabajo interminables, en faenas agotadoras a las que todos rehuían, allí estaba ella con su enorme sonrisa.
No fue fácil para una mujer nacida en 1933 luchar para ser una promotora cultural respetable porque su madre, quien tenía un apego estricto a las costumbres conservadoras de Los Ramones Nuevo León, su municipio natal, veía con malos ojos que una señorita anduviera trabajando fuera de casa. A pesar de las restricciones familiares Yolanda trabajó a favor de comunidades en condiciones de pobreza extrema llevando talleres de artes plásticas sin costo y abriéndoles nuevos horizontes a muchos niños y jóvenes a quienes trataba de manera maternal. Sin saberlo, promovía el equilibrio social que es parte sustantiva del desarrollo sustentable, a través de los bienes de la cultura.
Apoyó causas sociales donando obras pictóricas de su autoría y pidiendo a otros artistas hacer lo mismo. Como se le reconocía por su integridad moral todos confiábamos en lo que hacía, así que cuando nos solicitaba algo, le apoyábamos sin preguntarle nada.
Estuvo al frente del Taller de Experimentación de las Artes Plásticas por veinte años coordinando a un grupo de profesores que enseñaban pintura y dibujo.
Murió Yolanda fuera de México pues ya mayor casó con un estadounidense al que también convenció para trabajar enseñando artes visuales en la comunidad chicana de San Antonio Texas. Con su muerte todos morimos un poco.
La madrugada en que se marchó por increíble que parezca, sin saber que ella estaba partiendo, no pude dormir un solo minuto. Ese mismo día por la tarde, asistiendo a la Feria del Libro que organiza la Universidad Autónoma de Nuevo León y recorriendo los estantes, me encontré con un texto en cuya portada estaba la fotografía del librero y humanista Alfredo Gracia Vicente a quien dediqué mi columna hace unas semanas. Vi su contenido y allí estaba un artículo mío en el que señalaba que Yolanda era mi hermana en espíritu, pero lo que no escribí sobre ella es que fue una cómplice cultural insustituible.
En México el derecho premial casi es inexistente por ello debemos reconocer civilmente a personas que como Yolanda muestran una generosidad sin límite con su tiempo, talentos y haberes.
Si tenemos la oportunidad de tener cerca a alguien así hay que agradecer que no estamos solos en la celebración de la vida.
Carlos Gómez
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